Por Ricardo Vicente López
La presencia de los medios, como parte de la cultura política, se convirtió en un factor fundamental. Las investigaciones respecto de la incidencia de ellos en la opinión pública fueron avanzando desde sus primeros resultados en la década del veinte. Entonces, un importante intelectual del liberalismo, el Doctor Walter Lippmann (1889-1974), después de una larga investigación publica sus conclusiones en su trabajo que tituló La opinión pública (1922). No debemos olvidarnos de esta fecha por las cosas que ya se afirmaban en él.
El muy conocido Profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts, Doctor Noam Chomsky, publicó en la página www.redvoltaire.net, el 7-3-2007, un artículo sobre Lippmann cuyo título es El control de los medios de comunicación. Llamo su atención, amigo lector, sobre la necesidad que sintió el Profesor de rescatar a Lippmann, casi desde el fondo de la historia de la comunicación, para demostrar que ya hace un siglo que este tema viene estudiándose. Los resultados son las propuestas técnicas para controlar la opinión pública. No se sienta demasiado sorprendido. Pero sí tome nota de cosas que se sabían y se hacían desde aquella época.
Voy a citar algunas partes de las tesis que Lippmann publicaba en su libro que muestran descarnadamente a qué conclusiones había llegado este investigador:
“Hay incluso un principio del todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas. Por ello, necesitamos algo que sirva para domesticar al rebaño perplejo; algo que viene a ser la nueva revolución en el arte de la democracia: la fabricación del consenso. Los medios de comunicación, las escuelas y la cultura popular tienen que estar divididos. La clase política y los responsables de tomar decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable de realidad, aunque también deben inculcar las opiniones adecuadas. Aquí la premisa no declarada de forma explícita tiene que ver con la cuestión de cómo se llega a obtener la autoridad para tomar decisiones. Los individuos capaces de fabricar consenso son los que tienen los recursos y el poder de hacerlo −la comunidad financiera y empresarial− y para ellos trabajamos”.
Probablemente a Ud. le cause sorpresa lo brutal del lenguaje. Permítame postergar una posible respuesta. Entre otros investigadores de esos tiempos, veamos al destacado teólogo y crítico de política internacional estadounidense, Reinold Niebuhr (1892-1971), quien afirmaba que la racionalidad es una técnica, una habilidad, al alcance de muy pocos:
“Solo algunos la poseen, mientras que la mayoría de la gente se guía por las emociones y los impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica tienen que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas desde el punto de vista emocional, con el objeto de que los bobalicones ingenuos vayan más o menos tirando. Este principio se ha convertido en un elemento sustancial de la ciencia política contemporánea”.
En los años veinte y principios de los treinta, Harold Lasswell (1902-1978), pionero de la Ciencia política y de las Teorías de la Comunicación. Advertía que:
“No deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos que dicen que los hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares. ¿Por qué? Porque no lo son. Somos nosotros los mejores jueces de los intereses y asuntos públicos, por lo que, precisamente a partir de la inteligencia más imple, es evidente que somos nosotros los que tenemos que asegurarnos de que ellos no vayan a gozar de esa oportunidad. En lo que conocemos como estado totalitario, o estado militar, aplicar el garrote resulta fácil. Pero, porque la sociedad ha acabado siendo más libre y democrática, se ha perdido aquella capacidad. Esta es la razón por la que hay que dirigir nuestra atención hacia las técnicas de propaganda”.
Esto nos permite comprender mejor porque se dedicaron a estudiar técnicas de manipulación de la opinión pública. Para poner en marcha ese plan, a partir de la posguerra, sobre todo en la década de los setenta en adelante, comienza una campaña de apropiación de medios. Esto se debe a las conclusiones a las que arribaron: los medios son los instrumentos más efectivos, para incidir en las ideas de un público masificado. De allí que el investigador alemán, Hans Magnus Enzensberg (1929), citado en la nota anterior, avance en sus afirmaciones de carácter teórico, pero de tremendas consecuencias prácticas:
“Etimológicamente, el término manipulación viene a significar una consciente intervención técnica en el material dado. Si esta intervención es de una importancia social inmediata, la manipulación constituye un acto político. Este es el caso de la industria de la conciencia. Así pues, toda utilización de los medios presupone una manipulación. Los más elementales procesos de la producción, desde la elección del medio mismo, pasando por la grabación, el corte, la sincronización y la mezcla, hasta llegar a la distribución, no son más que intervenciones en el material existente. Por lo tanto, el escribir, filmar o emitir sin manipulación no existe. En consecuencia, la cuestión no es si los medios son manipulados o no, sino quién manipula los medios”.
Lo que queda como conclusión clara es la metamorfosis operada en el terreno de lo político. La desvalorización de los contenidos estrictamente políticos e ideológicos de los mensajes, condicionados ahora por el marketing. Terence Qualter [[1]] (1932-2008) afirma:
“El marketing de la política significa, naturalmente, la reducción de los políticos a imágenes de mercado. Si la imagen vende automóviles, vinos o perfumes, parece de sentido común que venderá también candidatos políticos. Las formas de crear una opinión política y las formas de los anuncios comerciales se parecen cada vez más unas a otras… como en las ventas, todo es asunto de encontrar lo que la opinión pública quiere y entonces proporcionárselo. Esto aleja la política de consideraciones de lo que es “correcto” o “necesario” hacia la búsqueda de estrategias para vencer.
Podemos entender sin dificultad que en este sentido es lícito hablar de democracias de mercado, en las que el valor de las ideas se mide más por el packanging, su envoltorio, su presentación, que por su contenido. El mensaje político deviene mercancía. Este es el juego que había introducido la publicidad comercial y el marketing en la posguerra, por la disputa de mercados. Se debe responder a lo que el público demande dentro del acondicionamiento que debe haberse logrado de él.
Los investigadores sostienen que la publicidad y el marketing encuentran su fuente de alimentación en la cultura estadounidense. En ella se ha definido la conciencia del público masificado como una mentalidad infantil. Esta idea ha sido sostenida por el famoso publicista norteamericano David Ogilvy [[2]] (1911-1999) quien, en repetidas oportunidades, la ha defendido como una correcta descripción del público de aquel país. Esta idea compartida por un gran sector de la publicidad del norte afirma que debe tratarse al consumidor medio como si fuese un niño.
Amigo lector, creo que ahora puedo contestar la
pregunta que dejé sin respuesta. ¿Por qué pueden hablar con tanto desprecio del
público, sin ocultarlo? Porque ellos tiene un gran desprecio por el público. Pero
saben que todas estas investigaciones no están al alcance de ellos. Esto le
debe recordar expresiones de un consultor presidencial cuando se refiere a ese
concepto ambiguo: “la gente”. Acá en la dirección de los grandes medios de
comunicación se piensa del mismo modo, pero no se tiene la desvergüenza de
decirlo. Por la sencilla razón de que el pueblo argentino está lejos del
infantilismo del estadounidense. Entonces intentan lo mismo, manipulando,
tergiversando la información, pero lo ocultan, amparados por un monopolio
compacto.
[1] Estudió en la Universidad de Nueva Zelanda, y se doctoró en la London School of Economics. En 1960 se convirtió en el primer profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Waterloo, fue nombrado Profesor Distinguido Emérito.
[2] Es uno de los nombres más famosos en la publicidad y uno de los pocos pensadores que forjaron este negocio después de los años veinte.