IV.- Reflexiones sobre la política – Definiciones de la democracia – LU3 – 6-12-16  

Hemos revisado en la columna anterior las diversas formas de organizar la vida política de una comunidad. Hemos recurrido a un clásico ineludible como Aristóteles para partir de una base sólida. De allí podemos seguir avanzando con una revisión crítica que quedó esbozada que ahora recuperamos. A la definición ateniense podemos agregarle otra clásica de Abraham Lincoln (1809-1865), pronunciada como parte del Discurso de Gettysburg (1863) en plena Guerra de Secesión (1861-1865). Afirmaba que el mejor homenaje a la cantidad de muertos que estaba produciendo esa guerra era el compromiso de construir en la paz un país cuyo sistema fuera sostenido por  «Un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».

Si nos detenemos a comparar ambas definiciones podemos reparar que trasuntan un claro idealismo, una expresión de los mejores deseos pero que, al mismo tiempo, ocultan el contexto excluyente que discrimina la participación de una parte importante de la población de sus respectivas construcciones históricas. Para el ateniense la naturalización de la esclavitud, y la de todos aquellos que no reunieran las condiciones exigidas, le permitía pensar que la pequeña proporción de lo que denominaban pueblo gozaba de la suficiente libertad política. Lincoln en medio de una guerra que, en apariencia pretendía liberar a los esclavos sureños, apoyaba a los estados del norte que pretendían avanzar en la implementación de un capitalismo moderno.

Jorge Gómez barata – Profesor, investigador y periodista cubano, autor de numerosos estudios sobre EEUU. Escribió un artículo que tituló El poder detrás del trono (2004). En él escribe esta conclusión:

Sin siquiera abolir la esclavitud, la élite política norteamericana se convirtió en adalid de la libertad y en paradigma de democracia, logrando que el poder de los ricos no sólo fuera acatado, sino además bendecido por todos los credos, loado por pensadores de todas las escuelas e incluso, aplaudido por las mayorías. El éxito ideológico de aquel proyecto se alcanzó por el revés. Sus promotores, no aludieron a sueños seculares, sino que se atuvieron a realidades inmediatas, no alabaron las virtudes sino que consagraron los defectos. Nunca hablaron de desinterés, sino que estimularon la ambición; en lugar de criticar la riqueza la exaltaron y la preocupación por el prójimo, fue sustituida por la competencia. Donde antes estuvo el colectivismo, ellos colocaron el más feroz individualismo.

Casi un siglo antes de las definiciones estadounidenses, en 1790, la Asamblea Nacional francesa debió definir quiénes estaban habilitados para elegir y para ser elegidos:

«La ley electoral otorgó el derecho a voto a los varones mayores de edad, aclarando que la condición era tener propiedades (los sirvientes y jornaleros quedaron excluidos). Los votantes fueron divididos en dos clases según sus ingresos: los de renta mayores podían ser además elegidos para la Asamblea Nacional; los de menores ingresos, eran electores de segundo grado, sólo podían elegir y ser elegidos funcionarios menores de distrito».

Por lo tanto, el sistema democrático, desde sus orígenes, fue pensado para reconocer como pueblo a todos aquellos que tuvieran propiedades. De ello se desprende que la condición para ser un ciudadano responsable estaba subordinada a la posesión de bienes, según la cuantía de estos resultaba su acceso a diversos niveles del poder.

Los Padres Fundadores que se reunieron en Filadelfia, para redactar una constitución, actuaron más bien movidos por los miedos, que por las ambiciones. El sistema propuesto era engorroso y esta fue su intención: de este modo se podría tener bastante control sobre sus resultados. La elección, si bien no presentaba restricciones para los ciudadanos, el pueblo no votaba de forma directa, sino a través de un sistema electoral, cuyos miembros se elegían por votación popular en cada uno de los estados. Al no promover la participación del electorado fue padeciendo permanentemente, de modo cada vez más clara, una baja participación electoral. La no obligatoriedad de votar apuntó a ese tipo de resultados.

Un aspecto restrictivo, a medida en que los medios concentrados fueron capturando la publicitación de los discursos, fue esa publicidad, cada vez más costosa, que obliga a recurrir a fuentes de financiación que impondrían otro tipo de compromiso con la poderosas élites enriquecidas. Los consensos permanentes de esas élites otorgaron al sistema político estadounidense una estabilidad que se ha mantenido en los últimos siglos. Los factores de poder: el sistema comercial-financiero de Wall Street; el complejo industrial-militar alrededor del Pentágono; los medios de información concentrados, funcionaron como un El poder detrás del trono según la precisa definición de Gómez Barata, que agrega:

El consenso se logra mejor entre menos y cuando todos están de acuerdo, la democracia es una panacea. La estabilidad política de los Estados Unidos es resultado de la coherencia ideológica y de la identidad de intereses de una elite increíblemente reducida que ejerce un férreo control sobre esos procesos.

Este entramado de intereses, que funcionó siempre entre las sombras, garantizó un statu quo[1] dentro del cual la apariencia de que todo era similar al Mundo Feliz de Aldous Huxley[2] (1894-1963), publicitado con mucha inteligencia y mucho dinero por Hollywood, convenció a gran parte del mundo de que ese era el mejor lugar del mundo. Continúa Gómez barata:

La competencia y el debate político, simplificados por la ausencia de contradicciones reales, son como una obra de teatro, en la que todos los conflictos, tramas y sub-tramas, diálogos, pausas e incluso los silencios, están previstos en un guion, que los actores interpretan con más o menos virtuosismo, pero no pueden modificar. Los hechos están a la vista.

[1] Expresión latina con que se hace referencia al estado o situación de ciertas cosas, como la economía, las relaciones sociales o la cultura, en un momento determinado.

[2] Novelista y ensayista inglés, En 1932 publicó otra gran obra, Un mundo feliz, su libro más importante y uno de los que lo hizo más conocido: una ficción futurista de carácter visionario y pesimista de una sociedad regida por un sistema de castas.

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