Desencanto: problema de todos

Llegados a este punto es necesario detenernos para profundizar el análisis sobre el estado psíquico y espiritual de la conciencia colectiva. Acá debemos involucrarnos en la reflexión porque lo que sigue nos compete a todos. No es un problema de los jóvenes, como ya quedó dicho, es un problema que emerge de nuestro modo de enfrentar la situación social actual y de pensar los futuros posibles. Si bien puede aceptarse que en los jóvenes el fenómeno es mucho más manifiesto es porque en ellos la sensibilidad está más a flor de piel y porque acá cabe aquello de que “la cadena se corta por su eslabón más débil”.
Entonces, podemos comenzar a pensar que estar encantado como desencantado, ilusionado o decepcionado, son en realidad estados de ánimo y maneras de sentir, pero que son consecuencia y se proyectan a su vez en la configuración ideas o cosmovisiones, y hasta pueden encontrar justificaciones ideológicas. Por tal razón debemos pensarlas como claves de nuestro entendimiento de la realidad para acercarnos a una comprensión más abarcadora de estos procesos. Sin olvidar que esos fenómenos sociales, en este mundo globalizado, tienen un fuerte componente de experiencias vividas en los países centrales. En ellos, sobre todo los europeos, se percibe el paso de las consecuencias de haber atravesado dos guerras terribles. De tener presente, sin total claridad de culpas individuales o colectivas, el horroroso holocausto, las matanzas soviéticas, etc.
El desencanto es, entonces, la pérdida de las ilusiones sobre un futuro más humano que parecía próximo. La desvinculación espiritual respecto de aquellas utopías que atraían y movilizaban el campo social y político cobra un muy duro precio a la conciencia colectiva: la decepción. Puesto que el mensaje subliminal que comenzó a imponerse afirmaba que esas ilusiones vanas habían impedido ver que la realidad humana es nada más que la que estamos viendo. Por lo tanto, el individualismo, el egoísmo, la lucha despiadada entre hermanos es un mandato biológico insuperable. Siendo así, dejemos paso a los vencedores de la lucha puesto que de ellos debe ser el mundo: los mejores son los más salvajes.
Hoy se puede escuchar al Sr. Sarkozy sostener que todavía Francia está pagando las consecuencias de la locura de las ideas descabelladas de los jóvenes de Mayo del ’68. Los rescoldos que todavía chispean en la conciencia francesa deben ser sofocados definitivamente para emprender el camino hacia la grandeza perdida. ¿Cómo no decepcionarse si ese es el futuro? Generacionalmente este dirigente es un “joven” de aquella época, pero les dice a los jóvenes de hoy que eso no debe volver a pensarse. El resultado de establecer una relación entre las posibles utopías sobrevivientes y el poder imperante, ver el estado social y espiritual de este mundo y compararlo con las promesas de la Revolución francesa: igualdad, libertad, fraternidad, empujan hacia un abismo insoportable.
Si vemos en la vieja Europa, sobre todo en esta Francia, que los votantes optan por ese discurso reaccionario, que el hermano inmigrante es denigrado y expulsado, dónde quedó la fraternidad; si el reclamo social de los marginados es reprimido, dónde quedó la libertad; si la competencia salvaje polariza la estructura social, dónde quedó la igualdad. Si los ecos de estas palabras las oímos entre nosotros, dónde fueron a parar aquellas utopías. Y nosotros qué hacemos o decimos frente a este cuadro que privilegia la seguridad frente a una mejor distribución, que admira más el shopping y Gran Hermano que la buena lectura. Los jóvenes nos están mirando.

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